Eduardo es un ingeniero mecánico de 43 años. Por tanto, profesionalmente, lo suyo es todo lo referido a diseño de máquinas y su funcionamiento. Por su trabajo, tiene que viajar en muchas ocasiones y, sin embargo, ¡volar, para él, supone un grave problema!
Quién iba a decírnoslo a nosotros, profanos, ¿verdad? Sabe a la perfección cómo funcionan las turbinas, los alerones, cuánta tracción soportan las alas…
Sabe perfectamente que ese cambio en el ruido de los motores y la cierta sensación de detención a poco de despegar no es por un fallo que preceda a la caída en picado sino que el piloto ha alcanzado la altitud deseada y resta potencia al avión para estabilizar… y, sin embargo, ¡lo pasa mal cuando vuela!
Antes de decidir buscar ayuda, por si quedaba algún resquicio en sus conocimientos, se repasó todo cuanto en un aeroplano pudiera ser causa de accidente para eliminar su miedo. No encontró nada.
Las medidas de seguridad son tales —me confesó— que es prácticamente imposible que se estrelle salvo ataque o sabotaje. Incluso los errores humanos están previstos y suenan, repetidamente, las alarmas y los ordenadores de abordo se controlan entre sí.
Aviones, máquinas casi perfectas
Desde su punto de vista, un avión de pasajeros comercial es una máquina casi perfecta. Él mismo ha trabajado con turbinas idénticas a las de los aviones usadas para otros fines distintos a los de volar y cuando a los ocho años de funcionamiento las abrían para inspeccionarlas, las cerraban sin tener que hacer nada: ¡estaban perfectas para seguir funcionando!
Desde su punto de vista, un avión de pasajeros comercial es una máquina casi perfecta
Si su vida cotidiana fuera la de un administrativo, un reponedor de estanterías en un supermercado o un profesor de piano, podríamos suponer que la falta de costumbre a la asunción de riesgos físicos pudiera producirle inquietud ante la más mínima sospecha de peligro, pero Eduardo, por su profesión, se ve sometido a constantes riesgos de todo tipo.
Tan pronto está sobre una plataforma de rejilla a casi trescientos metros de altura, como confinado en espacios con aire tóxico en los que tiene que introducirse con máscara con manguera de aire o en ambientes explosivos donde no puede ser usada ninguna herramienta que pueda generar la menor chispa.
Además, su afición, en la vida privada, es hacer rápel; es decir, descender paredes verticales de montañas o puentes, dejándose caer, deslizándose por una cuerda. ¡Y teme al avión! ¿No es este un claro exponente de que la lógica poco tiene que ver con el miedo a volar?
¿Claustrofobia, vértigo, temor a las alturas…?
No tiene claustrofobia, no tiene vértigo, ni temor a las alturas… Con todos esos antecedentes, sería previsible que tuviera sólo un cierto desasosiego al volar. No era así. Para sorpresa de él mismo, sin pizca de vértigo, como hemos dicho, cuando mira por la ventanilla del avión se siente fatal y si escucha temblequear algo el compartimento del equipaje de mano sobre su cabeza… ¡uf!
Tiene claro que una compañía que se preocupe por los detalles no consentirá tales ruidos por evitar molestias a sus clientes, por cuestión de imagen y porque un avión, además de ser seguro, tiene que parecerlo; pero, de sobra sabe que esas bandejas son estructuras secundarias, por completo ajenas a la seguridad del viaje. Para su propio desconcierto, sus conocimientos no alivian su tormento en absoluto.
En una ocasión, tan mal lo pasó en un vuelo por motivos profesionales a Heathrow (Inglaterra) que el regreso, pese a tener billete costeado por la empresa, lo hizo, sufragando él todos los gastos, en coche hasta la costa sur de Inglaterra donde tomó un barco que lo llevó en una travesía de muchas horas al norte de España, donde alquiló otro coche y recorrió cientos de kilómetros hasta incorporarse a su trabajo con un día de retraso.
Por si eso fuera poco, en una ocasión, ya sentado en el avión, consciente como era de que el aeropuerto de destino sufría vientos, súbitamente desembarcó, ocasionando a los restantes pasajeros y tripulación el consiguiente retraso a la espera de que se localizase y fuera bajado su equipaje de la bodega, por la prohibición precautoria de que parta cualquier maleta de un pasajero que, finalmente, no embarque.
Las bromas referentes a su miedo fueron fuente de serios conflictos con sus parejas
En vuelo, las bromas referentes a su miedo fueron fuente de serios conflictos con sus parejas. En un día neblinoso, cercanos a aterrizar, su novia, ante la inquietud que mostraba Eduardo, le pidió que le diera un beso antes de que se mataran. Sin duda, no buscaba más que quitar hierro a la situación y reconfortarlo con un beso de amor, pero Eduardo vivió aquella broma, que pretendía ser solidaria, tan mal que durante seis años —hasta la terapia—, rechazó volar junto a ella, pese a los ruegos. Con otra novia precedente, por una broma similar, no quiso volver a volar en lo que duró la relación. ¿Cómo es posible?
En sus recuerdos conscientes, la peor escena relacionada con su miedo, que recordase Eduardo, era la lectura en un periódico, veinte años atrás, de un avión que se había accidentado en el Atlántico tras muchos minutos de descenso imparable. Imaginó el sufrimiento de aquellas personas, conocedoras de un destino fatal que no podían evitar.
Conciencia de miedo a volar
Hasta ese momento, jamás había tenido conciencia de miedo a volar. La idea que, desde entonces, no se apartaba de su cabeza era: “Sufriré horriblemente, desde que me dé cuenta de que vamos a caer, hasta que nos matemos. No será una muerte dulce”.
¿Recuerdan que para un miedo irracional siempre existe una causa subconsciente? Con nuestro trabajo brotó un nuevo recuerdo: teniendo Eduardo diecisiete años, su madre falleció de cáncer en una larga enfermedad. Dentro de él estaba cuánto sufrimiento tuvo que pasar ella viendo el acercamiento implacable de su propia muerte acrecentado por la certeza de que dejaría a su joven hijo. Y, también, dentro de él, el sufrimiento de saber el largo camino que esperaba a su madre sin que nada pudiese hacer.
“Sufriré horriblemente, desde que me dé cuenta de que vamos a caer, hasta que nos matemos. No será una muerte dulce”.
¿Cobra sentido ahora la frase “Sufriré horriblemente, desde que me dé cuenta de que vamos a caer, hasta que nos matemos. No será una muerte dulce.”? Lo que sus novias jamás pudieron sospechar es que, para el subconsciente de Eduardo, al bromear con la muerte en un accidente aéreo habían bromeado con la muerte de su madre. Eduardo me dijo por una de esas bromas: “Mi novia se portó mal y no lo ha sabido entender”. No era fácil de entender.
Realizada la terapia del período de la enfermedad de su madre, voló tranquilo y satisfecho. Tanto que —al margen del mensaje que me envió por WhatsApp—, colgó, orgulloso, como imagen de su perfil, una fotografía tomada en el interior del aparato, con el nombre, en primer plano, de la compañía con que había viajado, Ryan Air, por entonces implicada en un pequeño debate sobre la seguridad de sus vuelos. Tres semanas más tarde regresó. Su vuelo, había sido aún mejor y esta vez lo que mostraba su perfil era la foto de unas atractivas azafatas. ¿Se hubiera permitido antes esas bromas?
¿Es posible superar el miedo a volar?, artículo de Gaspar de La Serna